Su figura se recorta, a lo lejos, bajo el manto de una lluvia tenue, oscura, lagrimeada por un cielo repleto de azabache en rojo teñido, avanzando lentamente, huyendo de mí, y yo le observo irse mientras las gotas calan suavemente por mi ropa, atraviesan mi piel y hielan mi corazón. El aullido en la lejanía de un lobo distorsiona levemente el transcurrir del tiempo. Un segundo, una gota: un paso.
Se aleja paulatinamente perdiéndose entre la niebla, y la niebla acababa por reinar entre nosotros. Lo veo tan distante y, segundos antes, hace apenas unas gotas, sus ojos claros, ese mar bruno de olas voraginosas que te golpean, sin maldad pero con fiereza, tratando de retenerte en sus aguas, de ahogarte, de imitar un canto de sirenas que suena tan bellísimamente a muerte, los mismos ojos que iluminan mi noche, miraban fijamente los míos.
No había distancia entre ellos, y menor era el espacio entre nuestros labios, sumidos en el efímero roce que sabe a ambrosía, a infinito. Sus labios rozaban los míos; habían buscado los míos y, una vez encontrados, los habían acariciado, sentido, querido, saboreado… Envenenado. Esos labios tan deseados no podían estar emponzoñados, y, sin embargo, el dulce sabor del veneno —ponzoña bendita a la vez que maldita— quedaba en mi boca como una huella: ardió la boca al romperse el beso, ardió el cuerpo al separarnos, pero más ardió el corazón al verle partir. Y, luego, frío. Muerte.
Él me estaba buscando, y yo trataba de encontrarme bajo la lluvia, que mojaba mi pelo y enfriaba mis huesos, los congelaba, los conducía hacia el falso calor del Averno. A mí venía Hades a raptarme camuflado de Eros —o quizá Cupido engalanado de Tánatos—, y yo iba en su busca. Me vio tardar y mandó al psicopompo disfrazado de Adonis, de mi Adonis, que se acercaba. Su apolínea figura, resguardada bajo el paraguas, rasgando la cortina de agua, mirando al infinito, buscaba, desesperado, como un lobo hambriento que no encuentra presa. Pero aquel lobo me encontró. Una leve mirada en el espacio y se detuvo el tiempo.
Verme, ahogarse, palpitar su corazón desenfrenadamente, acudir a mí bajo la lluvia, dejar el paraguas a merced del viento, abrazarme —pálpito—, besarme —pálpito desenfrenado—, amarme: eso fue todo un mismo tiempo, la promesa vacua de un infinito, de un mundo sin fin. Una mera ilusión fugaz, y la fugacidad pudo haber durado milésimas u horas, pues el tiempo había perdido el ritmo y andaba, primero, a síncopas in andante, luego sonó cual corcheas que pretendían volver a tempo y que se dejaron al fin interpretar ad libitum, y se metamorfoseaban, ora en fusas, ora en negras, ora en difusas semifusas in scherzo, più retardando et, subito, molto allegretto. Ya nada importaba: solo sus labios sedientos, solo su cuerpo ardiendo, solo sus ojos encendidos, solo las palabras que tomaron alas desde su boca hasta mis oídos —y de ellos hacia el Universo— tras morir el tiempo:
‒Te amo –en un susurro–. Pero esto no puede ser.
Me faltó entonces el aliento, y volvió a faltarme cuando eso no pudo ser: la ilusión se rompía en ese mismo momento: la calígine la devoraba con brumosos colmillos. Me había buscado, me había necesitado, abrazado, sentido, besado, amado; todo dentro de una misma ilusión: mi locura. Caminaba hacia la muerte y solo puedo encontrar muerte, pues el amor ya me ha dado la espalda con esas palabras. No sé si oí o, simplemente, quise oírle susurrando de nuevo que me amaba, pero, en ese momento, sin yo saber si me amaba aunque me hubiera amado, el amor se me había escabullido de entre los brazos. La parálisis del tiempo se hizo aún más evidente, se tornó hielo; el agua se convertía en escarcha sobre mi pelo, pero seguía hermosa resbalando por su rostro como una lágrima hasta la comisura de sus labios en media luna.
Sonreía. Se iba, pero sonreía, o lo hizo al menos en ese momento, pues luego solo pude verle la espalda: comenzó a alejarse, mojándose, dejando atrás su ponzoña, dejando atrás un corazón que no sabía si arder de amor o congelarse de muerte.
Y se aleja entre las brumas. De pronto, se detiene —aún se sigue oyendo al lobo aunque yo solo oiga sus pasos, mis segundos, mis gotas— y se gira levemente. Me mira, y ha debido espantarse al verme solo, bajo la lluvia, siendo mordido por el viento, amándole, llorándole; los brazos de la muerte posándose sobre mi pecho, rodeándome, acariciándome dedo a dedo, mostrándose victoriosa en todo su negro esplendor. Veo el brillo de su guadaña, plata que reluce bajo un tenue haz de plata, la majestuosidad de la oscuridad de sus alas, lo blanquecino de su rostro, y, entonces, su mar bruno salpica una cristalina lágrima entre celestes lágrimas. Sin embargo, vuelve a darme la espalda —esto no puede ser— y se marcha: las brumas lo trituran, la calígine se lo traga.
No es ya más que una sombra en la niebla, bajo la luz de las farolas —la plata huyéndole—, tras la cortina de agua —las lágrimas evadiéndole—, tras el reino de la calígine —la bruma abrazándole—. Y yo no soy ya más que muerto en manos del Ángel Negro. Queda mi rostro inexpresivo —te amo— y me vuelvo, poco a poco, etéreo —esto no puede ser— en el óseo abrazo de todos los muertos.
—Te amo. Esto no puede ser. ‒Te amo—, y su rostro a contraluz, hermoso como una flor que sonríe por vez primera al sentir en sus pétalos la lluvia, amalgama en una única expresión todo cuanto es amable y bello, todo cuanto es Cupido, con todo cuanto es triste y nostálgico, con todo cuanto es Eros: eso es lo que mi corazón logra en mis últimas gotas de vida. Solo a un par de gotas de la muerte y solo veo eso. El Ángel Caído me susurra al oído, el lobo sigue en su aullido, la lluvia golpea el suelo cada vez con más fuerza, luchando ambos por imponer un ritmo al tiempo paralizado, helado, muerto; pero yo no los oigo; no oigo nada, solo lo escucho a él.
Y, finalmente, escucho, en mi último instante, en mi última gota, la voz fría, tenebrosamente melódica de la muerte, mientras siento sus carcomidos labios junto a mi oído, su aliento nauseabundo condensado en la neblina, y no sé si sus palabras afirman o, simplemente, he decidido omitir una palabra para morir en paz. Pero, aun así, queda ahí su rostro mientras quiero oír u oigo: te ama…
Le amo, te amo…
Muero.