Merlí: Sapere aude. Amor y muerte.

Hace un mes que se estrenó Merlí: Sapere aude, spin-off y secuela de Merlí, pero con la notable diferencia de que el personaje principal, el que le da título a la serie no es el centro de la trama. En esta nueva serie, todo girará en torno a Pol Rubio, quien ha decidido estudiar la carrera de Filosofía, la famosa carrera sin salidas.

Si no habéis visto Merlí, no sigais leyendo y echadle un ojo a las tres temporadas.

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La espina y la tormenta

Cuando mis versos quedan atrapados
en el callejón sin salida de la comprensión,
ten presente
que no son tus versos,
que no fueron escritos para ti.

Que la poesía es humana
y teme la muerte
de quien mejor la comprende:
su poeta, yo.

A quien arrojaron
a la vida, al laberinto
de los senderos perdidos
en el horizonte.

Y yo, no pude evitar
las zarzas por camino,
mis desnudos pies
rompen las huellas en la senda
y con ellas se abandona
el dolor de recuerdos inundados.
Cada espina que piso
es la venda de una nueva herida,
otra cicatriz engendrada.

Las moribundas flores dudan
si evaporarse en perfume francés
o en la muerte que me persigue,
la que me alcanzó
para decirme al oído
con un susurro:
«Vive,
no puedes morir toda una vida.»
La que no me llevó consigo,
salvo ese ápice de alma
que me envenenaba.

Ahora sé
que no puedo vestir el miedo
ni el reflejo de otros
con una máscara de espejos rotos.
Ahora sé
que con aquellas tormentas,
las que inundaron mi pasado,
aprendí a llorar en verso.

Y ahora que
se ha llevado mi pena,
podría no haber un verso más.

Pero a la muerte,
al verla de cerca,
por la vida,
le lloro de alegría.

Autor: @jamoreno
Edición: @mefp

Muerta perfección, viva vida

Eras tan perfecta que no eras nada.
Eras tan única que no fuiste nadie.
Eras tú misma, sueño que se apaga
por el frío soplo de pútridos aires.

¿Cuál aire? Son los doce ojos que te miran.
¿Qué ojos? Aquellos que vigilan incansables.
No hay vida, solo la triste mañana,
la fría asesina de nuestro ego salvaje.

¡¡Muérase la perfección por la vida!!
¡¡Regrese la seducción de los saberes
que brinda el cuerpo, la carne no fría
por el calor y hermosos placeres

del manjar de comida, quien sin hambre
comió por deleitarse, hártese el vientre
entre los dulces manjares que en labios
otros labios comen, besan!! Hay dos pieles

que sudan en el ritmo que las juntan
y susurran por gemidos, no-palabras.
Muera la razón, muérase el mañana
y viva esta contradicción propia en vida.

No perderé doce meses
por perfección imposible
quizás, tan solo, los once.
quizás, hoy, el infinito.

@rafalasheras

Mors septima: in tempo retento

Su figura se recorta, a lo lejos, bajo el manto de una lluvia tenue, oscura, lagrimeada por un cielo repleto de azabache en rojo teñido, avanzando lentamente, huyendo de mí, y yo le observo irse mientras las gotas calan suavemente por mi ropa, atraviesan mi piel y hielan mi corazón. El aullido en la lejanía de un lobo distorsiona levemente el transcurrir del tiempo. Un segundo, una gota: un paso.

Se aleja paulatinamente perdiéndose entre la niebla, y la niebla acababa por reinar entre nosotros. Lo veo tan distante y, segundos antes, hace apenas unas gotas, sus ojos claros, ese mar bruno de olas voraginosas que te golpean, sin maldad pero con fiereza, tratando de retenerte en sus aguas, de ahogarte, de imitar un canto de sirenas que suena tan bellísimamente a muerte, los mismos ojos que iluminan mi noche, miraban fijamente los míos.

No había distancia entre ellos, y menor era el espacio entre nuestros labios, sumidos en el efímero roce que sabe a ambrosía, a infinito. Sus labios rozaban los míos; habían buscado los míos y, una vez encontrados, los habían acariciado, sentido, querido, saboreado… Envenenado. Esos labios tan deseados no podían estar emponzoñados, y, sin embargo, el dulce sabor del veneno ponzoña bendita a la vez que maldita quedaba en mi boca como una huella: ardió la boca al romperse el beso, ardió el cuerpo al separarnos, pero más ardió el corazón al verle partir. Y, luego, frío. Muerte.

Él me estaba buscando, y yo trataba de encontrarme bajo la lluvia, que mojaba mi pelo y enfriaba mis huesos, los congelaba, los conducía hacia el falso calor del Averno. A mí venía Hades a raptarme camuflado de Eros o quizá Cupido engalanado de Tánatos, y yo iba en su busca. Me vio tardar y mandó al psicopompo disfrazado de Adonis, de mi Adonis, que se acercaba. Su apolínea figura, resguardada bajo el paraguas, rasgando la cortina de agua, mirando al infinito, buscaba, desesperado, como un lobo hambriento que no encuentra presa. Pero aquel lobo me encontró. Una leve mirada en el espacio y se detuvo el tiempo.

Verme, ahogarse, palpitar su corazón desenfrenadamente, acudir a mí bajo la lluvia, dejar el paraguas a merced del viento, abrazarme pálpito, besarme pálpito desenfrenado, amarme: eso fue todo un mismo tiempo, la promesa vacua de un infinito, de un mundo sin fin. Una mera ilusión fugaz, y la fugacidad pudo haber durado milésimas u horas, pues el tiempo había perdido el ritmo y andaba, primero, a síncopas in andante, luego sonó cual corcheas que pretendían volver a tempo y que se dejaron al fin interpretar ad libitum, y se metamorfoseaban, ora en fusas, ora en negras, ora en difusas semifusas in scherzo, più retardando et, subito, molto allegretto. Ya nada importaba: solo sus labios sedientos, solo su cuerpo ardiendo, solo sus ojos encendidos, solo las palabras que tomaron alas desde su boca hasta mis oídos y de ellos hacia el Universo tras morir el tiempo:

‒Te amo –en un susurro–. Pero esto no puede ser.

Me faltó entonces el aliento, y volvió a faltarme cuando eso no pudo ser: la ilusión se rompía en ese mismo momento: la calígine la devoraba con brumosos colmillos. Me había buscado, me había necesitado, abrazado, sentido, besado, amado; todo dentro de una misma ilusión: mi locura. Caminaba hacia la muerte y solo puedo encontrar muerte, pues el amor ya me ha dado la espalda con esas palabras. No sé si oí o, simplemente, quise oírle susurrando de nuevo que me amaba, pero, en ese momento, sin yo saber si me amaba aunque me hubiera amado, el amor se me había escabullido de entre los brazos. La parálisis del tiempo se hizo aún más evidente, se tornó hielo; el agua se convertía en escarcha sobre mi pelo, pero seguía hermosa resbalando por su rostro como una lágrima hasta la comisura de sus labios en media luna.

Sonreía. Se iba, pero sonreía, o lo hizo al menos en ese momento, pues luego solo pude verle la espalda: comenzó a alejarse, mojándose, dejando atrás su ponzoña, dejando atrás un corazón que no sabía si arder de amor o congelarse de muerte.

Y se aleja entre las brumas. De pronto, se detiene aún se sigue oyendo al lobo aunque yo solo oiga sus pasos, mis segundos, mis gotas y se gira levemente. Me mira, y ha debido espantarse al verme solo, bajo la lluvia, siendo mordido por el viento, amándole, llorándole; los brazos de la muerte posándose sobre mi pecho, rodeándome, acariciándome dedo a dedo, mostrándose victoriosa en todo su negro esplendor. Veo el brillo de su guadaña, plata que reluce bajo un tenue haz de plata, la majestuosidad de la oscuridad de sus alas, lo blanquecino de su rostro, y, entonces, su mar bruno salpica una cristalina lágrima entre celestes lágrimas. Sin embargo, vuelve a darme la espalda esto no puede ser y se marcha: las brumas lo trituran, la calígine se lo traga.

No es ya más que una sombra en la niebla, bajo la luz de las farolas la plata huyéndole, tras la cortina de agua las lágrimas evadiéndole, tras el reino de la calígine la bruma abrazándole. Y yo no soy ya más que muerto en manos del Ángel Negro. Queda mi rostro inexpresivo te amo y me vuelvo, poco a poco, etéreo esto no puede ser en el óseo abrazo de todos los muertos.

Te amo. Esto no puede ser. ‒Te amo, y su rostro a contraluz, hermoso como una flor que sonríe por vez primera al sentir en sus pétalos la lluvia, amalgama en una única expresión todo cuanto es amable y bello, todo cuanto es Cupido, con todo cuanto es triste y nostálgico, con todo cuanto es Eros: eso es lo que mi corazón logra en mis últimas gotas de vida. Solo a un par de gotas de la muerte y solo veo eso. El Ángel Caído me susurra al oído, el lobo sigue en su aullido, la lluvia golpea el suelo cada vez con más fuerza, luchando ambos por imponer un ritmo al tiempo paralizado, helado, muerto; pero yo no los oigo; no oigo nada, solo lo escucho a él.

Y, finalmente, escucho, en mi último instante, en mi última gota, la voz fría, tenebrosamente melódica de la muerte, mientras siento sus carcomidos labios junto a mi oído, su aliento nauseabundo condensado en la neblina, y no sé si sus palabras afirman o, simplemente, he decidido omitir una palabra para morir en paz. Pero, aun así, queda ahí su rostro mientras quiero oír u oigo: te ama…

Le amo, te amo…

Muero.