¿Qué es el cine? El cine, en términos sencillos, es un medio audiovisual presumiblemente artístico que, además, puede servir de entretenimiento a los espectadores. El cine ha ido cambiando desde sus orígenes, desde su concepción allá por finales del siglo XIX con los hermanos Lumière. De hecho, hay una amplia diferencia, no sólo de años sino de técnica, entre Viaje a la luna, de George Méliès, y 2001: Una odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Y sucede lo mismo si comparamos esta última con Interstellar, de Christopher Nolan. El cine ha ido cambiando, al igual que lo han hecho sus historias y el modo en el que son narradas al espectador.
Por otro lado, ¿qué es el lenguaje? Es una herramienta, un recurso, un medio con el que, por ejemplo, los seres humanos nos comunicamos. En el cine nos encontramos, como en cualquier proceso de comunicación, un emisor (la película), un receptor (el público, el espectador), un canal (la pantalla), un código (el idioma que estemos escuchando), un mensaje (lo que se quiere transmitir con ese código al receptor) e incluso un contexto (las circunstancias sociales, culturales, religiosas, políticas… que rodeen a la película por su contenido). ¿Y qué es entonces el lenguaje cinematográfico?
Responder a esta cuestión podría resultar muy fácil si sencillamente dijéramos que es el lenguaje del cine, algo prácticamente tautológico y propio de una mente analítica un poco cerrada. Porque no hay que olvidar lo que se ha dicho al principio, y es que el cine es arte, aunque en ocasiones lo discutamos, por lo que cabría decir que nos estaríamos adentrando en un terreno más propiamente filosófico. ¿Y qué es la filosofía? Sí, voy a responder a esto ahora cuando no han sabido responderla una panda de sabios intelectuales en casi tres mil años. Como mucho nos podemos quedar con lo de siempre, con lo sencillo, que es adonde nos lleva el origen etimológico de la palabra: «filosofía» es amar la sabiduría. Pero yo prefiero aportar un matiz a esto, y decir que es abrazar el entendimiento de las cosas. Y no hay mejor manera de entender las cosas que a través de algo tan ameno como un juego. Y es precisamente esto lo que creo que es el lenguaje cinematográfico: un juego.
Danny Boyle, en Steve Jobs, realiza un ejercicio cinematográfico formidable a través de una narración tan clásica como peculiar: tres actos, misma estructura en cada una de ellos, pero al final todo se cierra como un círculo en donde el final del tercer acto nos traslada al principio del primero, dando a la película un significado pleno, poderoso, directo y demoledor desde una perspectiva humana. Porque cada acto tiene su planteamiento, su nudo y su desenlace. Se juega con el espectador a través de tres grandes momentos en la vida de un hombre que revolucionó el mundo. Cada momento es una presentación de un producto, y estas presentaciones se realizan en lugares que son o recuerdan a teatros. Está el público sentado en las butacas, el escenario, el telón de fondo, los protagonistas, lo que ocurre detrás de la cortina antes de la presentación… Todo este simbolismo funciona a modo de juego entre el director y el espectador. Somos testigos de una gran obra de teatro a modo de película biográfica que en realidad es justo lo contrario, una historia no del hombre, sino del mito de ese hombre.
Esto es puro lenguaje cinematográfico a través de la imagen, de la estructura, el sonido y la narración. Y si lo piensas bien, toda esta complejidad es verdaderamente simple, pero poderosamente efectiva. Sucede lo mismo con George Miller y su Mad Max: Fury Road. Aquí ya el cineasta y director juega desde el principio con el título de la película, porque todo es un juego de palabras magnífico. Por un lado, Mad Max refiere tanto a «el loco Max» como a «máxima locura». Y por otro lado, Fury Road refiere tanto a la «furia en la carretera», de la que somos testigos los espectadores durante el transcurso de la película, como a «Furia en la carretera», refiriéndose a Imperator Furiosa, un personaje que llegó en 2015 al cine para quedarse. Todo tiene sentido en esta furiosa locura de cinta, que tiene además la osadía de decirle al espectador casi al final que todo va a terminar tal y como empezó, regresando al punto de origen. Vamos, que de A nos hemos ido a B, y de ahí hemos vuelto a A. Más simple imposible. Más perfecto, tampoco.
Cabe decir que el medio principal que tiene el cine para comunicarse es la cámara, la herramienta que tiene el director para mostrar justo lo que quiere mostrar en ese momento. Más cerca y estarás queriendo decir algo personal, intrínseco, humano. Más lejos y es posible que quieras referirte al mundo, a su grandeza o al caos que hay en él. Un plano-secuencia puede aportar dinamismo, realidad, uniformidad a la escena. Una secuencia con cambios bruscos de cámara puede que quiera mostrarnos los diferentes puntos de vista de los personajes o el peligro que corren si estamos en una película con tensión. La música a su vez puede ser un narrador oculto de la película, una presencia que intenta decirnos algo con su banda sonora. John Williams hizo de Superman un personaje solemne, alegre y cargado de esperanza. Hans Zimmer, por su parte, otorgó a Superman un plano más humano, inocente y melodramático, para acto seguido mostrar su grandeza.
Alfred Hitchcock entendía la importancia del lenguaje cinematográfico. Para él, el suspense estaba en aquella película que le hace decir al espectador «no, no entres ahí», porque el público sabe algo que el protagonista no sabe, va un paso por delante. Y el resultado es sensacional. Y en referencia a esto, siempre me ha encantado una escena de la película Muñeco diabólico, de Tom Holland —el nuevo Spiderman no, ése no había nacido aún—. El guión no oculta en ningún momento que el muñeco es el que está detrás de los asesinatos. De hecho sería una idiotez por parte del director querer ocultarlo. El espectador lo sabe al igual que lo sabe el niño protagonista, Andy Barclay. La policía no cree al niño, como es lógico, y piensan que puede ser culpable de las muertes. Su madre, que quiere creer en él porque es su hijo y lo quiere más que a nada, no puede evitar pensar que su hijo está loco. Andy es llevado a un centro psiquiátrico —un poco hardcore para ser un niño de seis años del que no se tienen pruebas concluyentes, pero en EE.UU. no se andan con tonterías— y su madre se va a casa desesperada, triste e impotente al no poder hacer nada para ayudar a su hijo. Se ha llevado al muñeco con ella. Y en un momento de locura y desesperación exige al Chucky, el muñeco, que hable. Y sí, el muñeco habla, pero sólo dice las frases programadas de todo muñeco «Good Guy». Y la razón lleva a la madre a rendirse y pensar que sí, que su hijo se ha vuelto loco pensando que el muñeco está vivo. Va a la cocina, habiendo dejado a Chucky sentado en el salón, coge la caja del muñeco y al moverla… ¡caen las pilas! Sí, esto es terror, y del bueno. Porque si te metes en el papel, si te introduces en el contexto de la película, sabes perfectamente que después de ver las pilas en el suelo el escalofrío habría sido de tal magnitud que hasta te podría dar un paro cardíaco. Pero es una madre americana y ya se sabe, tiene que ir a dialogar con el muñeco y pasa lo que pasa…
Puro y sensacional lenguaje cinematográfico durante toda la escena por cómo han transcurrido los acontecimientos y cómo se desarrollan en ese momento. Y si tuviésemos que seguir poniendo ejemplos tendríamos que hablar de Tarantino y su apoteósica Pulp Fiction, cuyo título de por sí ya ofrece una pista a poco que entiendas a qué hace referencia el término «pulp». Aunque lo que es sin duda vibrante y emocionante es su Malditos bastardos con esos cinco actos perfectamente construidos con ese momento final en el que el director, con la cámara, parece que tiene la intención de llamar nazi a todo aquel que está viendo la película cuando Aldo y su compañero miran a pantalla y rompen la cuarta pared —recurso que magnifica estupendamente Deadpool con sus dieciséis paredes—.
Esto del lenguaje cinematográfico es como ese bonito momento en el que lees la República de Platón, y empiezas tú mismo a discutir con el discípulo de Sócrates. Lo que en un principio parece una actividad unidireccional se acaba transformando en una actividad bidireccional, un diálogo, o debate, o discusión, en donde el lector y el autor interactúan entre sí. Es el poder del lenguaje y del entendimiento. Es la capacidad de transmitir. Es el poder que tiene una obra de generar ideas o reflexiones, incluso a partir de la nada en ocasiones.
La última película que he visto en el cine, Blade Runner 2049, de Denis Villeneuve, es la última prueba que necesitaba para afirmar que el cine posee un poder que otros medios no tienen. Cada secuencia de la película es un diálogo constante y dinámico entre el espectador y la obra en sí. La fotografía cambia en diversos momentos, te habla, te transmite emociones diferentes, todo con el objetivo primario de trasladarte a ese mundo que ideó en su día Ridley Scott con la cinta original. El simbolismo latente en los acontecimientos de la película ofrecen un punto de partida para jugar a saber qué está pasando y por qué está pasando, propone preguntas al espectador y al mismo tiempo ayuda a despertar conclusiones acerca de la naturaleza humana y el rumbo que está siguiendo los avances tecnológicos. Se trata de una película que sabe decir cuándo tienes que detenerte en los detalles y cuándo puedes pararte a descansar y contemplar. Llega a ser tan sublime que hasta Longino usó el concepto de forma vaga viendo cómo está hecha Blade Runner 2049.
Termino aquí, en primer lugar sintiendo que me haya extendido tanto, y en segundo lugar porque creo que mis pretensiones han ido más allá de lo que quería en un principio. No obstante, invito a quien lean esto, o más bien hayan tenido ganas de leer estas parrafadas, a poner otros ejemplos o a discutir este escrito incluso. Sin más, y por si no nos vemos luego, buenos días, buenas tardes y buenas noches.