Lo que no puedes ver

Hace un par de meses, tuve el enorme placer de ver una película muy alejada de los cánones a los que Hollywood nos tiene habituados, ya que esta película no procede de los estudios de cine del mundo occidental, sino del Imperio del Sol naciente.

Zatoichi (2003) nos cuenta la historia de un viejo vagabundo ciego en el Japón del siglo XIX con una envidiable maestría con la espada. Muchos infravaloraron a este formidable espadachín nada más que por ser ciego, lo que les llevó a la muerte. Este vagabundo se gana la vida como masajista, pero también con su buena fortuna en el Chon-Han, un juego de dados, otros de los elementos que pone de manifiesto las intenciones de su director que describo más adelante.

En esta película no solo encontramos luchas, samuráis, sangre y ninjas estereotipados; también encontramos dosis de humor, sobre todo en la cobardía de los malos y en el sobrino de la granjera que una y otra vez trata de igualar la suerte en el juego del protagonista. Sin embargo, si hay algo que realmente me ha llamado la atención de esta película, dirigida y protagonizada por Takeshi Kitano, es la musicalidad que crea en varias de las escenas. No sé si es la marca personal de este director ―porque por desgracia no he podido ver todavía otras de sus obras―, pero encaja perfectamente con la película, ya que utiliza recursos más allá de lo visual para potenciar el sentido del oído del espectador, uno de los recursos que el mismo Zatoichi utiliza para percibir el mundo.

Es esa potenciación de los sentidos la que enreda al masajista en los problemas de dos hermanas geishas con un pasado realmente oscuro, que va desde la muerte de toda la familia hasta la prostitución infantil y que lo llevará a sumergirse en una historia de venganza.

Sin duda, una de las mejores escenas la encontramos al final cuando el masajista… Bueno, se puede decir que al final sucede lo que Kitano nos advierte, no juzgar solo con los ojos, y no digo más porque no quiero desvelaros mucho de esta película ―y menos destriparos el final, como me pasó a mí cuando estaba viendo por primera vez El padrino, lo que llegó a ser una auténtica puñalada trapera por mi propia madre―.

Takeshi Kitano pretende mostrarnos que no todo es lo visual, que el cine no son solo fotografías en movimiento, que también podemos disfrutar de los sonidos y sensaciones. Pero además pretende darnos una lección de vida: podemos hacer muchas cosas sin el sentido de la vista, hemos explotado lo visual y Kitano quiere romper con esa barrera, pues los enemigos o contrincantes del masajista siempre juzgaron por lo que veían, y se puede decir que no acabaron muy bien…

“Los Crímenes de Grindelwald”: prólogo interminable para una secuela mal articulada

El gran, grandísimo problema de «Los crímenes de Grindelwald» es, por encima de que sea una precuela bastante mal planteada, que es un prólogo gigantesco a una larga y nueva saga de películas del universo de Harry Potter que están por venir. Más de dos horas tenemos de hechos y hechos que nos dejan con la miel en los labios porque de repente todo se corta de un tajo y nos prometen una siguiente entrega que llegará en algún momento durante los próximos años. Pues vale. No hay clímax apenas, y para colmo, no hay desarrollo de personajes: salvo Dumbledore, que aparece por fin, ninguno de los nuevos caracteres está bien delineado. No sabemos quién es casi ninguno de ellos ni sus razones para hacer lo que hacen porque aparecen de forma fugaz y desestructurada, y nos perdemos en un maremagnum de nombres, de escenas desgajadas y de menciones que nos lían y nos dejan de interesar al poco tiempo (por lo menos al que no es un grandísimo fan de la saga).

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El ritmo de la película, debido a esto, es soporífero. Y además, apenas hay escenas de aventuras y de acción, que era algo que caracterizó a la primera «Animales fantásticos y dónde encontrarlos» y que la hizo tan extremadamente divertida. Ambientación de diez, eso sí, y hay algún mensaje efectivo que hace referencia a los albores de movimientos supremacistas que tiene aplicación hoy en día con las olas de populismo mundial que estamos viviendo, pero paren de contar. David Yates, que lleva en la saga desde «Harry Potter y la Orden del Fénix», de 2007, aunque no sea un gran director, debería por lo menos saber ya lo que funciona y no funciona en estas producciones en serie (más que nada porque ya la cagó también y bien cagada en «Harry Potter y el Misterio del Príncipe»).

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Todo ello aparte de que, y esto es un gran problema que tienen las precuelas, hay mil cosas que no coinciden con los hechos que vendrán después a partir de «Harry Potter y la Piedra Filosofal». Si Dumbledore es un personaje clave de la historia, no le puedes crear a posteriori un pasado tan rico que implica incluso a un nuevo villano tan poderoso o más que Voldemort que luego a todos les importa tres pitos. Si no te da para hacer una precuela, y ojo, comprendo que es muy difícil articularla por todas estas cosas, haz mejor una secuela y ya está. Me da pena, pero «Los crímenes de Grindelwald» no cumple con la frescura de su antecesora y la deja en muy mal lugar. Quedan otras cuantas películas por delante en los próximos años para mejorar lo presente… Espero que se pongan las pilas.

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José Torres Criado

Escritor. Lector omnívoro. Viajero de las viñetas. Melómano indisciplinado. Autor de la novela corta ‘Imagen corporativa’, publicada por Ediciones El Transbordador.

“High Life”: High Tostón

 

Hay películas malas que son una chorrada. Véase “Venom” o “Slender Man”, por ejemplo, que son ambas recientes: son películas estúpidas, con guiones de andar por casa, que pueden llegar a dar risa. Son películas a pesar de todo sinceras: una es un intento descarado de exprimir los derechos de un villano de una “saga madre” al que con toda la cara dura del mundo desgajan de su universo y le dejan sin héroe al que batir y la otra es una pamplina de terror palomitero y “mata-adolescentes” para pasar la gorra en Halloween. Y fin. Lo que ves, es lo que hay. Y sabes a lo que vas si accedes a verlas.

Pero luego, hay películas malas de otro calibre. Son las pretenciosas. Son las pedantes. Son las que van de lo que no son o de lo que quieren pero no llegan a ser. Son las que tratan de seducirte con imágenes bonitas o desagradables y con palabras barrocas o con simbolismos retorcidos para luego no contarte nada coherente o dejarlo todo en manos de lo ambiguo y lo metafórico y “si no lo comprendes, es que no lo has entendido”. Estas películas están a otro nivel: al nivel del auténtico timo.

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“High Life” de Claire Denis es un popurrí de “Solaris”, de “2001. Una odisea del espacio” y de demás clásicos incuestionables de la ciencia ficción pero sin fondo ninguno. O, si lo tiene, la directora no ha conseguido que yo lo pille, qué quieren que les diga. Sí, vale, habla del destino de la humanidad, de la naturaleza humana bajo presión extrema, de las relaciones personales entre gente que se vuelve majareta encerrada en una nave. Y hay ambición, y maldad, y conceptos opuestos de lo que que es o no correcto. Pero no va nada a ninguna parte.

Denis imprime un ritmo soporífero a todo. Y lo digo yo que adoro el cine iraní y el minimalista asiático. La trama va a trompicones y los personajes están desdibujados. Los diálogos tampoco ayudan: son pretenciosos y enigmáticos de forma artificial, desnaturalizados con poca habilidad. Y el desenlace es un alivio, porque aunque no aclara absolutamente nada, por lo menos te deja levantarle y largarte de la sala.

No soy un crítico duro, salvo con casos excepcionales. Me encanta Woody Allen y me encanta Indiana Jones (hasta la odiada cuarta entrega me divirtió). Pero películas como “High Life”, que te van a enseñar el sentido de la vida mientras te dan un somnífero después de una comilona para, al final, reírse en tu cara, me molestan, sinceramente. Infumable.

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José Torres Criado

Escritor. Lector omnívoro. Viajero de las viñetas. Melómano indisciplinado. Autor de la novela corta ‘Imagen corporativa’, publicada por Ediciones El Transbordador.

“Slender Man” El vacío y la tontería

Posiblemente, el mito del terror más famoso de la era de Internet hasta este momento sea el del Slender Man, un mito que ha protagonizado desde producciones audiovisuales de diversa índole hasta sesudos ensayos sobre las leyendas urbanas. Coincidiendo con la cercanía de Halloween, se ha estrenado esta cosa que lleva su nombre y que es la primera de ellas realizada con “grandes medios”. Y también es una de las peores bazofias de su género que he tenido el disgusto de ver en mucho, mucho tiempo.

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Esto son cuatro chicas adolescentes que se aburren en su pueblo pequeño de la Norteamérica profunda y que se ponen a invocar al monstruo tecnológico de marras en una noche de juegos (no me suena de nada esto…). Entonces, llega el Slender Man y van desapareciendo una a una (esto tampoco me suena de nada). Desparece una y luego otra, pero las dos que quedan vuelven a ver a la segunda como una especie de zombie (a la primera no) y luego ya no la ven nunca más (¿?). A causa de todo esto, se pelean, y una se cabrea y se lía para joder a su amiga con un niñato del instituto del que se sugiere que también es perseguido por el Slender Man (y no sabemos más, porque esta subtrama el director se la deja en el tintero y se queda tan pancho). Y luego, el monstruito delgado y sin cara las ataca (previamente las ha mareado con sustos que no sirven para nada y las ha dejado escapar de forma imbécil) y llega el final de la película y todo se despacha escupiéndole al espectador en la cara con una salida que todavía estoy decidiendo si me hizo reír o llorar.

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Por cierto, a los vecinos del pueblo donde la historia ocurre se la pela todo esto: la policía pasa tres kilos, los padres de las chicas pasan tres kilos y el gobierno no envía ni a un detective interpretado por algún actor acabado para que se pasee un rato y hable con los paletos. Todo esto lo acompañamos de diálogos patéticos, de personajes sin carisma ninguno, de actuaciones lastimosas, de unos efectos especiales que dan un cantazo que apesta (en serio, es que son horrorosos) y de unas escenas de miedo que… Pues que no dan miedo. Pero ni una.

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Por cierto, si alguien espera que se profundice algo en el mito del susodicho Slender Man, la lleva clara: no se dice nada de este señor de las sombras. Ni mucho ni poco, ni nuevo ni viejo: nada. Aporte: cero. Toda esta película es un desastre chusco y cutre. De lo peor del año. Y del pasado, y del anterior.

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José Torres Criado

Escritor. Lector omnívoro. Viajero de las viñetas. Melómano indisciplinado. Autor de la novela corta ‘Imagen corporativa’, publicada por Ediciones El Transbordador.

El alcance del lenguaje cinematográfico

¿Qué es el cine? El cine, en términos sencillos, es un medio audiovisual presumiblemente artístico que, además, puede servir de entretenimiento a los espectadores. El cine ha ido cambiando desde sus orígenes, desde su concepción allá por finales del siglo XIX con los hermanos Lumière. De hecho, hay una amplia diferencia, no sólo de años sino de técnica, entre Viaje a la luna, de George Méliès, y 2001: Una odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Y sucede lo mismo si comparamos esta última con Interstellar, de Christopher Nolan. El cine ha ido cambiando, al igual que lo han hecho sus historias y el modo en el que son narradas al espectador.

Por otro lado, ¿qué es el lenguaje? Es una herramienta, un recurso, un medio con el que, por ejemplo, los seres humanos nos comunicamos. En el cine nos encontramos, como en cualquier proceso de comunicación, un emisor (la película), un receptor (el público, el espectador), un canal (la pantalla), un código (el idioma que estemos escuchando), un mensaje (lo que se quiere transmitir con ese código al receptor) e incluso un contexto (las circunstancias sociales, culturales, religiosas, políticas… que rodeen a la película por su contenido). ¿Y qué es entonces el lenguaje cinematográfico?

Responder a esta cuestión podría resultar muy fácil si sencillamente dijéramos que es el lenguaje del cine, algo prácticamente tautológico y propio de una mente analítica un poco cerrada. Porque no hay que olvidar lo que se ha dicho al principio, y es que el cine es arte, aunque en ocasiones lo discutamos, por lo que cabría decir que nos estaríamos adentrando en un terreno más propiamente filosófico. ¿Y qué es la filosofía? Sí, voy a responder a esto ahora cuando no han sabido responderla una panda de sabios intelectuales en casi tres mil años. Como mucho nos podemos quedar con lo de siempre, con lo sencillo, que es adonde nos lleva el origen etimológico de la palabra: «filosofía» es amar la sabiduría. Pero yo prefiero aportar un matiz a esto, y decir que es abrazar el entendimiento de las cosas. Y no hay mejor manera de entender las cosas que a través de algo tan ameno como un juego. Y es precisamente esto lo que creo que es el lenguaje cinematográfico: un juego.

Danny Boyle, en Steve Jobs, realiza un ejercicio cinematográfico formidable a través de una narración tan clásica como peculiar: tres actos, misma estructura en cada una de ellos, pero al final todo se cierra como un círculo en donde el final del tercer acto nos traslada al principio del primero, dando a la película un significado pleno, poderoso, directo y demoledor desde una perspectiva humana. Porque cada acto tiene su planteamiento, su nudo y su desenlace. Se juega con el espectador a través de tres grandes momentos en la vida de un hombre que revolucionó el mundo. Cada momento es una presentación de un producto, y estas presentaciones se realizan en lugares que son o recuerdan a teatros. Está el público sentado en las butacas, el escenario, el telón de fondo, los protagonistas, lo que ocurre detrás de la cortina antes de la presentación… Todo este simbolismo funciona a modo de juego entre el director y el espectador. Somos testigos de una gran obra de teatro a modo de película biográfica que en realidad es justo lo contrario, una historia no del hombre, sino del mito de ese hombre.

Esto es puro lenguaje cinematográfico a través de la imagen, de la estructura, el sonido y la narración. Y si lo piensas bien, toda esta complejidad es verdaderamente simple, pero poderosamente efectiva. Sucede lo mismo con George Miller y su Mad Max: Fury Road. Aquí ya el cineasta y director juega desde el principio con el título de la película, porque todo es un juego de palabras magnífico. Por un lado, Mad Max refiere tanto a «el loco Max» como a «máxima locura». Y por otro lado, Fury Road refiere tanto a la «furia en la carretera», de la que somos testigos los espectadores durante el transcurso de la película, como a «Furia en la carretera», refiriéndose a Imperator Furiosa, un personaje que llegó en 2015 al cine para quedarse. Todo tiene sentido en esta furiosa locura de cinta, que tiene además la osadía de decirle al espectador casi al final que todo va a terminar tal y como empezó, regresando al punto de origen. Vamos, que de A nos hemos ido a B, y de ahí hemos vuelto a A. Más simple imposible. Más perfecto, tampoco.

Cabe decir que el medio principal que tiene el cine para comunicarse es la cámara, la herramienta que tiene el director para mostrar justo lo que quiere mostrar en ese momento. Más cerca y estarás queriendo decir algo personal, intrínseco, humano. Más lejos y es posible que quieras referirte al mundo, a su grandeza o al caos que hay en él. Un plano-secuencia puede aportar dinamismo, realidad, uniformidad a la escena. Una secuencia con cambios bruscos de cámara puede que quiera mostrarnos los diferentes puntos de vista de los personajes o el peligro que corren si estamos en una película con tensión. La música a su vez puede ser un narrador oculto de la película, una presencia que intenta decirnos algo con su banda sonora. John Williams hizo de Superman un personaje solemne, alegre y cargado de esperanza. Hans Zimmer, por su parte, otorgó a Superman un plano más humano, inocente y melodramático, para acto seguido mostrar su grandeza.

Alfred Hitchcock entendía la importancia del lenguaje cinematográfico. Para él, el suspense estaba en aquella película que le hace decir al espectador «no, no entres ahí», porque el público sabe algo que el protagonista no sabe, va un paso por delante. Y el resultado es sensacional. Y en referencia a esto, siempre me ha encantado una escena de la película Muñeco diabólico, de Tom Holland —el nuevo Spiderman no, ése no había nacido aún—. El guión no oculta en ningún momento que el muñeco es el que está detrás de los asesinatos. De hecho sería una idiotez por parte del director querer ocultarlo. El espectador lo sabe al igual que lo sabe el niño protagonista, Andy Barclay. La policía no cree al niño, como es lógico, y piensan que puede ser culpable de las muertes. Su madre, que quiere creer en él porque es su hijo y lo quiere más que a nada, no puede evitar pensar que su hijo está loco. Andy es llevado a un centro psiquiátrico —un poco hardcore para ser un niño de seis años del que no se tienen pruebas concluyentes, pero en EE.UU. no se andan con tonterías— y su madre se va a casa desesperada, triste e impotente al no poder hacer nada para ayudar a su hijo. Se ha llevado al muñeco con ella. Y en un momento de locura y desesperación exige al Chucky, el muñeco, que hable. Y sí, el muñeco habla, pero sólo dice las frases programadas de todo muñeco «Good Guy». Y la razón lleva a la madre a rendirse y pensar que sí, que su hijo se ha vuelto loco pensando que el muñeco está vivo. Va a la cocina, habiendo dejado a Chucky sentado en el salón, coge la caja del muñeco y al moverla… ¡caen las pilas! Sí, esto es terror, y del bueno. Porque si te metes en el papel, si te introduces en el contexto de la película, sabes perfectamente que después de ver las pilas en el suelo el escalofrío habría sido de tal magnitud que hasta te podría dar un paro cardíaco. Pero es una madre americana y ya se sabe, tiene que ir a dialogar con el muñeco y pasa lo que pasa…

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Puro y sensacional lenguaje cinematográfico durante toda la escena por cómo han transcurrido los acontecimientos y cómo se desarrollan en ese momento. Y si tuviésemos que seguir poniendo ejemplos tendríamos que hablar de Tarantino y su apoteósica Pulp Fiction, cuyo título de por sí ya ofrece una pista a poco que entiendas a qué hace referencia el término «pulp». Aunque lo que es sin duda vibrante y emocionante es su Malditos bastardos con esos cinco actos perfectamente construidos con ese momento final en el que el director, con la cámara, parece que tiene la intención de llamar nazi a todo aquel que está viendo la película cuando Aldo y su compañero miran a pantalla y rompen la cuarta pared —recurso que magnifica estupendamente Deadpool con sus dieciséis paredes—.

Esto del lenguaje cinematográfico es como ese bonito momento en el que lees la República de Platón, y empiezas tú mismo a discutir con el discípulo de Sócrates. Lo que en un principio parece una actividad unidireccional se acaba transformando en una actividad bidireccional, un diálogo, o debate, o discusión, en donde el lector y el autor interactúan entre sí. Es el poder del lenguaje y del entendimiento. Es la capacidad de transmitir. Es el poder que tiene una obra de generar ideas o reflexiones, incluso a partir de la nada en ocasiones.

La última película que he visto en el cine, Blade Runner 2049, de Denis Villeneuve, es la última prueba que necesitaba para afirmar que el cine posee un poder que otros medios no tienen. Cada secuencia de la película es un diálogo constante y dinámico entre el espectador y la obra en sí. La fotografía cambia en diversos momentos, te habla, te transmite emociones diferentes, todo con el objetivo primario de trasladarte a ese mundo que ideó en su día Ridley Scott con la cinta original. El simbolismo latente en los acontecimientos de la película ofrecen un punto de partida para jugar a saber qué está pasando y por qué está pasando, propone preguntas al espectador y al mismo tiempo ayuda a despertar conclusiones acerca de la naturaleza humana y el rumbo que está siguiendo los avances tecnológicos. Se trata de una película que sabe decir cuándo tienes que detenerte en los detalles y cuándo puedes pararte a descansar y contemplar. Llega a ser tan sublime que hasta Longino usó el concepto de forma vaga viendo cómo está hecha Blade Runner 2049.

Termino aquí, en primer lugar sintiendo que me haya extendido tanto, y en segundo lugar porque creo que mis pretensiones han ido más allá de lo que quería en un principio. No obstante, invito a quien lean esto, o más bien hayan tenido ganas de leer estas parrafadas, a poner otros ejemplos o a discutir este escrito incluso. Sin más, y por si no nos vemos luego, buenos días, buenas tardes y buenas noches.

¿Qué películas podremos ver en el 26 Fancine?

El 26 Fancine nos trae este año un sinfín de actividades y películas aptos para todo tipo de públicos. En esta entrada nos centraremos exclusivamente en las películas que se proyectarán. Sin embargo, no hay que olvidar que también se podrá disfrutar de otras actividades (un monólogo, un concurso de k-pop o una representación teatral, entre otras).

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