‘El sueño de Fevre’. Los vampiros sureños de George R.R. Martin

George R.R. Martin es de sobra conocido hoy en día por su saga interminable (en todos los sentidos, ya saben a qué me refiero) Canción de Hielo y Fuego (o Juego de Tronos, a grandes rasgos). Corre el riesgo, pienso, de ser devorado por la “maldición de la única obra”. Porque lo cierto es que este escritor de Nueva Jersey lleva publicando activamente desde los años setenta y, antes de ser mundialmente conocido por su drama de magia y espadas, ya tenía un respetado nombre debido a diversas novelas desgajadas del amplio universo de Poniente y Essos.

R.R. Martin ha tocado antes la ciencia ficción (en Muerte de la luz y Los viajes de Tuf), la fantasía también de corte político como la propia Juego de Tronos (en Refugio del viento, escrito junto a su entonces esposa Lisa Tuttle, también uno de los nombres básicos de la literatura de este género), el terror (en Los Reyes de la Arena, uno de los cuentos más impresionantes que he leído nunca) y hasta el retrato pop norteamericano (en El rag del Armagedón, una de sus obras menos recordadas).

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También escribió, en 1982, una de las novelas de vampiros más destacadas de la literatura de su país: El Sueño del Fevre. Vampiros en el Mississipi, en los años en los que la esclavitud estaba a punto de ser abolida. Barcos de vapor, pantanos oscuros, un río que es metáfora del progreso y del salvajismo, unos personajes íntegros que se enfrentan a la deshumanización en persona (porque El Sueño del Fevre tiene un villano de diez) y sangre, mucha sangre, y disparos, y puñaladas, y mucha aventura.

El Sueño del Fevre es una alegoría de la explotación. No se ambienta de casualidad en los últimos referidos años de la esclavitud en Norteamérica: los vampiros son un símbolo por encima de todo, y los humanos, que compran y venden a personas de una raza a la que consideran inferior, no son mejores que ellos. Hay, por suerte, algunos que tratan de plantar la semilla de la diferencia, y aquí entramos de lleno en una espléndida fábula moral sobre la amistad y la fraternidad entre especies. George R.R. Martin si algo sabe es crear a personajes carismáticos, y los de esta novela lo son, los “buenos” y los “malos”. La relación de fraternidad entre Abner Marsh y Joshua York es hermosa como pocas. Y, como he dicho, el villano de la función es de altura, de mucha altura: ya lo descubrirán en sus páginas. Los secundarios tampoco se quedan atrás: en especial Billy Vinagre es del todo inolvidable, otro carácter magnífico y genial.

El libro, escrito con ritmo aventurero, adolece de un desenlace bastante precipitado, eso sí. Parece que Martin era todavía un escritor primerizo en aquellos inicios de los ochenta, y deja colgando algunas subtramas de mala manera y para colmo se pasa un poco con las elipsis y lo soluciona todo tras desarrollar muy bien toda la primera parte en unas siete u ocho páginas, a toda máquina (nunca mejor dicho). No lastra esto, sin embargo, una novela que es entretenidísima y que ofrece una lectura novedosa y muy interesante de los manidos mitos vampíricos de siempre, a los que consigue reinventar con probada solvencia.

 

 

José Torres Criado

Escritor. Lector omnívoro. Viajero de las viñetas. Melómano indisciplinado. Autor de la novela corta ‘Imagen corporativa’, publicada por Ediciones El Transbordador.

‘True Detective’: Una primera temporada fulminante y espectacular.

Que desde hace más de una década el mercado de las series está felizmente saturado de grandes creaciones (algunas, por desgracia, se quedan inconclusas debido a esta saturación y a la competencia feroz entre ellas) es un hecho claro. Clarísimo. Y viva este hecho. True Detective, creada por el escritor Nic Pizzolatto y dirigida por Cary Fukunaga, ha sido una de las grandes revelaciones de los últimos años sin ninguna duda. Con sólo ocho capítulos y autoconclusiva, se ha metido en el bolsillo y en el corazón a las audiencias de todo el mundo. Y no es para menos. La calidad de este thriller es gigantesca en todos los aspectos. En el argumental, en el visual y en el actoral. Y todo junto crea una de las mejores historias filmadas de toda la historia (valga la redundancia).

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En el terreno argumental tenemos una trama detectivesca sórdida, violenta, brutal, realista sin concesiones, que también, como toda buena trama negra, disecciona con un fino y agudo bisturí la sociedad de su momento: concretamente, volvemos a tener aquí a la socorrida e inhóspita y a la vez apasionante Norteamérica profunda de las últimas décadas.

Porque True Detective es mucho más que una historia de detectives: es una historia sobre la vocación, sobre la búsqueda de la verdad a toda costa, sobre la integridad más escrupulosa (y mal pagada en todos los sentidos) y sobre la lucha del bien contra el mal, de la luz contra la oscuridad. Alrededor de esta trama principal pivotan además otros asuntos como la amistad, la camaradería, la familia, los desencuentros generacionales, la corrupción, la religión, el fanatismo, la violencia, las frustraciones vitales, el machismo, la muerte, el paso del tiempo y también la pobreza que se ha creado con la crisis económica global que hemos vivido en los últimos tiempos.

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Todo está animado con unos diálogos magistrales, maravillosos, de una lucidez cortante, inteligentes. Una delicia en todos los aspectos. Y también por unos personajes espléndidamente construidos sobre los que se cimientan todos los conflictos anteriormente citados. La ambientación, como he dicho, es igualmente magistral: esa también mencionada Norteamérica profunda (en este caso las planicies costeras de Vermilion Parish, en Louisiana) es un personaje más, un símbolo de las luchas de los propios protagonistas y del ambiente estancado, corrupto y podrido en el que se mueven; decrépita y oscura y a la vez fascinante, llena de secretos y de lugares imposibles, esta Vermilion Parish posee una ambientación que pone los pelos de punta y que, como he dicho, es una metáfora, y nada casual, de todo lo que acontece en la trama de True Detective.

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Sin embargo, nada habría sido esta excelente serie sin las absolutamente soberbias actuaciones de su pareja protagónica principal: Matthew McConaughey y Woody Harrelson. El primero demuestra la gigantesca capacidad interpretativa que siempre tuvo tras años y años de estar anclado en papeles poco o nada interesantes (muchas comedias románticas chorras y muchas películas de acción tontunas; todas olvidables y olvidadas) y entrega al mejor personaje; un detective visionario, casi mesiánico, que ya se ha ganado un lugar en el podio de los grandes personajes televisivos de la historia. El segundo se puede lucir menos en su papel, pero igualmente borda al hombre víctima del propio machismo «testosterónico» de la sociedad en la que le ha tocado vivir y consigue momentos espléndidos y brillantes igualmente. Sin McConaughey y Harrelson, sin su química espectacular, sin su carisma que se come la pantalla y la hace explotar, True Detective no habría sido tampoco lo que es: una obra maestra indiscutible. Su discutida segunda temporada, eso sí, ya es otra historia.

 

José Torres Criado

Escritor. Lector omnívoro. Viajero de las viñetas. Melómano indisciplinado. Autor de la novela corta ‘Imagen corporativa’, publicada por Ediciones El Transbordador

‘First Man’: Más fría que el espacio exterior

Whiplash y La La Land me emocionaron tanto, tantísimo, que las cuento a día de hoy entre mis películas preferidas. Con dolor, tengo que decir que First Man no me ha emocionado nada. La tercera creación de Damien Chazelle es una reconstrucción fría, sin alma, casi sin aliento a veces, de la odisea de Neil Armstrong desde que empieza a entrenarse para llegar a la Luna hasta que lo consigue. Dos horas y media heladas, lineales, sin contenido crítico de ninguna clase, con planos muy cercanos para captar el máximo dramatismo que irónicamente no funcionan y que encima producen sopor.

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No puedo decir que sea éste un mal filme porque no lo es, y visualmente es un portento, pero, simplemente, a mi por lo menos no me ha sugestionado nada, no me ha tocado ni una fibra, y miren que hay un dramón familiar de los gordos de por medio y unas escenas espaciales que, ciertamente, están bien resueltas para sugerir tensión. Chazelle se limita a reconstruir hechos y adiós muy buenas, y encima se tira, como he señalado, dos horas y media largas para contar algo que no necesitaba todo este tiempo.

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Retrato histórico muy rico, fotografía bellísima, reparto fantástico (todos, especialmente su plantel de secundarios, creo que brillan bien) y un desenlace muy, muy bien rodado (hay que decirlo, el alunizaje es genial) no impiden que First Man no sea más que una cáscara muy bonita para un conjunto de hechos narrados uno detrás de otro. Tal vez a un americano le emocione, pues este «género» de grandes epopeyas de los USA allí tiene mucho tirón y a ellos les encanta todo eso: a mi no me dice nada de nada. Lo siento, no me convence ahora Damien Chazelle. En absoluto.

 

José Torres Criado

Escritor. Lector omnívoro. Viajero de las viñetas. Melómano indisciplinado. Autor de la novela corta ‘Imagen corporativa’, publicada por Ediciones El Transbordador

‘Venom’ is the new ‘Catwoman’

La película de Venom en solitario ha ido arrastrando su sombra por los estudios desde aquel desastroso Spider-Man III de Sam Raimi, cuando se barajó como posible spin-off de la saga. Pero la saga, valga la redundancia, acabó cancelada, reiniciada de mala manera con The Amazing Spider-Man y de nuevo cancelada (también de mala manera) tras The Amazing Spider-Man: El Poder de Electro, y el Hombre Araña, definitivamente, pasó al Universo Cinematográfico de Marvel en Capitán América: Civil War. Pero según leo, Sony quiere hacer ahora su propio Universo Marvel, y como el baile de derechos lo permite, se saca de la manga esta película protagonizada por el simbionte y nos quedamos todos tan panchos. Sí, efectivamente, es una maniobra bastante parecida a aquella de Catwoman de cuyo recuerdo no quiero acordarme. Aquí Venom está solo, sin Spider-Man, sin superhéroes, sin supervillanos, sin prácticamente nada que recuerde al mundo Marvel de marras. Vaya, que ha venido a pasar la gorra. Y encima, con descaro. Porque esta aberración es, en su género, lo peor que he visto desde la mencionada Catwoman (aunque ahí anda cerca también la última de Cuatro Fantásticos, otro reinicio para estrujar derechos que tal baila).

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Tom Hardy está terrible, para empezar. En serio: terrible. Su papel es lamentable, bochornoso, de vergüenza ajena. Su Eddie Brock no produce ni risa: sólo pena. Mucho le tuvieron que pagar para que aceptase dar vida a semejante espantajo. Pero los secundarios no se quedan atrás. Especialmente Riz Ahmed merece una ristra de hostias por su villano de opereta (un Carlton Drake penoso, muy penoso). Michelle Williams tiene un cierto pase: está un poquito menos ridícula, a pesar de que su papel es otra chorrada.

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Luego, tenemos el guión. Si es que se le puede llamar así. La trama es una colección de gilipolleces de infarto, con una introducción larga y pesada, con un cuerpo de persecuciones interminables que no van a ninguna parte, con gags sonrojantes, con giros colocados al tun tun. Venom es un simbionte molón y enrrollado que hace chistes para sacar algo de tajada de la sombra de Deadpool y que también hace cosas maravillosas como revelar sus puntos débiles a los humanos en toda su cara o cambiar de bando porque «en su planeta él es una especie de pringao» (sí, con estas palabras lo dice, señoras y señores). El infame Thor de la horrorosa Thor: Ragnarock es más Thor que Venom en esta Venom.

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Y quedan los diálogos: horripilantes. Y el simplismo de un ecologismo barato y de una crítica contra el neoliberalismo de manual desarrollados por un niño de doce años. Y el hecho de que el filme trata de ir de violento y oscuro cuando no se ve ni una sola gota de sangre. En serio: esto es un desastre. Pero uno de los gordos: un disparate infame, una felonía. Una mierda pinchada en un palo, siendo bruto. Y esta vez me voy a permitir serlo, porque la bazofia lo merece. Huyan de ella como de la peste.

 

José Torres Criado

Escritor. Lector omnívoro. Viajero de las viñetas. Melómano indisciplinado. Autor de la novela corta ‘Imagen corporativa’, publicada por Ediciones El Transbordador.

¿Quién es Lyman, el otro compañero humano de Garfield?

En las series, en los cómics, en la literatura, a veces, hay personajes que desaparecen sin ningún motivo claro. Simplemente, un día, ya no están. No suelen ser movimientos estratégicos (algunos están condicionados por la poca popularidad del personaje de marras) especialmente queridos por los fans, ya que, ciertamente, quitan seriedad a la trama y, al final, a veces, acaban incluso perjudicando a la historia central. Ha pasado con los queridos Launch y C-16 en Dragon Ball (los amantes de la serie siempre los echaron mucho menos), con la olvidadísima Carlota Braun en Peanuts (de ésta pocos se acuerdan en cambio) o con Lyman en Garfield, del que hoy hablamos.

El gato más vago y desencantado del mundo comenzó sus andaduras en las viñetas el 19 de junio de 1978 y, desde entonces, no hemos dejado de verlo en periódicos, recopilatorios, películas, merchandising de todo tipo. Su serie es una de las más longevas de la historia del cómic, y no tiene visos de terminar, ni de lejos. Personajes tan carismáticos como su dueño Jon o el perro Odie son reconocibles junto a él en todas partes. Pero, ¿quién diablos es Lyman? Y… ¿Por qué nadie se acuerda de él?

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Lyman, una suerte de Jon pero moreno y con bigote, era su mejor amigo y el dueño original de Odie. Vivía en casa de Garfield como compañero de piso y desapareció en 1983 de las tiras para reaparecer brevemente en una de 1988 que celebraba los diez años de la historia. Y fin. Aquí le perdemos la pista, aunque ha sido visto en algún que otro videojuego o producto de la franquicia, también con brevedad.

Jim Davis, el creador del gato y su mundo, explicó que Lyman tenía inicialmente un papel de “conversador” humano con Jon, y que dicho rol fue adoptado poco a poco por el propio Garfield, por lo cual el personaje de este señor bigotudo dejó de tener sentido y fue sacado de la trama de una forma bastante chapucera, todo sea dicho. El mismo Davis, preguntado varias veces por su destino final, hizo bromas sobre él diciendo que se había unido al Cuerpo de la Paz o instando a los lectores a que “no mirasen en el sótano de Jon”.

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Cachondeos aparte, Lyman volvió a la franquicia en un especial de 2012 de la serie animada de televisión Garfield Show, en el capítulo “Long Lost Lyman”, en el que se revelaba que se había convertido en un fotógrafo experto en vida salvaje y que se había marchado a vivir aventuras a Australia. Un pequeño homenaje, tal vez insuficiente pero homenaje por lo menos, a un personaje entrañable que podría haber dado mucho más juego del que dio y que se ha quedado como una nostálgica curiosidad para los fans del cómic.

 

José Torres Criado

Escritor. Lector omnívoro. Viajero de las viñetas. Melómano indisciplinado. Autor de la novela corta ‘Imagen corporativa’, publicada por Ediciones El Transbordador.

Solomon Kane. El guerrero puritano de Robert E. Howard.

Es cierto, o en parte por lo menos, que Robert E. Howard ha sido bastante fagocitado por su mítico bárbaro Conan. Aún siendo también muy famosos, personajes suyos como la guerrera Red Sonja, el rey picto Bran Mak Morn, el rey Kull de Atlantis, el detective Steve Harrison, el aventurero Kirby O’Donnell o el pistolero El Borak permanecen, por desgracia, algo olvidados, especialmente para el gran público.

Uno de estos caracteres es Solomon Kane, del que Howard, que se quitó la vida con solamente treinta años, dejó un total de ocho relatos (en España, por cierto, magnificamente editados por Valdemar). Este guerrero puritano del siglo XVII viene a ser un trasunto más de los clásicos personajes del autor: extremadamente fuerte y resistente, a veces casi invencible, y que sale adelante en un mundo violento de fuerzas monstruosas que a veces no puede comprender. Sus aventuras, de capa y espada, son rocambolescas y románticas, cargadas de acción, de villanos terribles y de secundarios entrañables.

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Hoy, Solomon Kane, como otros tantos héroes de la ficción del pasado siglo, es revisado con lupa. No es para menos, porque sus historias, muchas de ellas desarrolladas en África, son desde luego racistas. Lo son. Como lo es, por ejemplo, el álbum Tintín en el Congo, del primer Hergé. ¿Hay que censurarlas? ¡Por supuesto que no! Hay que mirarlas con un ojo crítico y comprender que pertenecen a otra época, y aprender de ellas y de nuestra evolución cultural y social. Como a todo arte. Como a toda disciplina. El primer relato de Solomon Kane es de 1928 y el último de 1932. El contexto se pueden imaginar cuál es.

Solomon Kane es un guerrero puritano solitario que va deshaciendo entuertos y acabando con toda clase de malvados y monstruos. Tenemos desde asesinos sin escrúpulos hasta demonios pasando por esclavistas árabes, arpías o extraños y originales sucedáneos de vampiros. Sus aventuras comienzan en Europa, y terminan en las profundidades de África. Howard se inventa ambos continentes: los dos están pasados por un filtro fantástico, legendario, conscientemente desprejuiciado. En especial, el africano, una tierra de terrores constantes, de magia negra y de restos de civilizaciones caídas. Por supuesto, Solomon Kane puede con todo esto y más. Y aquí es donde están las partes más polémicas de sus relatos: los africanos son prácticamente todos negros primitivos que viven en la ignorancia y en la superstición, en tribus apartadas y brutales, que a pesar de llevar siglos y siglos residiendo en su continente, han sido incapaces de domarlo y tienen que esperar a que venga Kane, el hombre blanco europeo (y anglosajón, claro), a sacarles las castañas del fuego.

Sí, recuerda todo enormemente al mencionado Tintín en el Congo, en el que Tintín y su perro Milou (todavía no habían conocido al capitán Haddock o al profesor Tornasol) viajan por el país ayudando a unos congoleños desastrosos, corruptos, oscurantistas, analfabetos o directamente imbéciles que se dedican a estrellar trenes por pura incompetencia o a adorar a cualquier ídolo de postín como el propio Milou. Estos retratos prejuiciosos y vergonzantes son parte de nuestra historia, y es bello poder disponer de ella para analizarla y aprender de nuestro pasado.

Tengo que mencionar, de todas formas, que el principal secundario de la serie de Solomon Kane es un negro africano: N’Longa. Y es totalmente diferente al resto: es un mago poderoso, es capaz de cambiar su alma de cuerpo, es extremadamente inteligente y posee secretos de otros mundos con los que salva la papeleta a Kane en más de una ocasión. Sí, extraña la ambigüedad de Howard a la hora de crear a este curioso personaje que se sale de la norma de su contexto racista.

Dejando esto a un lado, las aventuras de Solomon Kane son extraordinariamente divertidas. Dinámicas como sólo el creador de Conan sabe hacerlas, cargadas de acción, de peripecias muy locas, de diálogos divertidos, de personajes delirantes, de tópicos bien colocados y de parajes evocadores.

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En 2009, Solomon Kane tuvo su película, pero fue tremendamente decepcionante. Aún siendo encarnado por el gran James Purefoy, la cinta era una aventurita sin pretensiones con demonios de tres al cuarto, sin demasiada violencia y no demasiado oscura que no le hizo justicia al guerrero puritano de Howard. Una pena. Otra vez será (esperemos).

 

José Torres Criado

Escritor. Lector omnívoro. Viajero de las viñetas. Melómano indisciplinado. Autor de la novela corta ‘Imagen corporativa’, publicada por Ediciones El Transbordador.

La tortuga roja. Francia + Bélgica+ Studio Ghibli

La tortuga roja es el primer largometraje del ilustrador holandés Michael Dudok de Wit (que tiene un Óscar por su cortometraje animado Padre e hija, por cierto), y es una co-producción francesa, belga y japonesa nada más y nada menos que auspiciada por el Studio Ghibli y que tuvo como colaborador y director artístico al gran Isao Takahata, tristemente fallecido el pasado mes de abril. Ahí queda todo dicho. Y no es para menos además: el filme es una joya, una de las obras maestras animadas de los últimos años sin ningún género de dudas. Se trata de una película de animación tradicional (con efectos en 3D muy bien colocados y que nunca avasallan) y que además es muda. La historia que narra es un prodigio de economía y delicadeza narrativa, valga la redundancia, y también de inteligencia: logra transmitir una gigantesca cantidad de sentimientos sin necesidad de colocar ni un solo diálogo.

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El tono es minimalista: las acciones más cotidianas y las más increíbles definen a los personajes y despliegan sus vivencias y sus significados. No hay una sola laguna: todo está escrupulosamente construido. El paisaje, que cobra vida como un personaje más que termina de redondear a los protagonistas del relato, es también minimalista en su concepción: se trata de una isla en la que la interacción con el medio es constante y cuyo diseño, de línea clara (el estilo franco-belga clásico baila muy bien con el japonés), está cargado de lirismo (impresionante además el uso del color y de la luz).

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Es éste un filme sencillo pero simbólico y abierto a montones de interpretaciones que habla de la soledad, de la vida en sociedad y de la construcción de una nueva, del amor, de las relaciones familiares, de la vida en la naturaleza, del paso del tiempo, de la llegada de la madurez y del enfrentamiento con la vejez y la muerte. La tortuga roja es una obra maestra, como he dicho antes. Indiscutible y que, para variar, no tuvo el recibimiento comercial que se merecía en su momento.

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José Torres Criado

Escritor. Lector omnívoro. Viajero de las viñetas. Melómano indisciplinado. Autor de la novela corta ‘Imagen corporativa’, publicada por Ediciones El Transbordador.

El capitán: Llega el surrealismo mágico nazi

Antes de decidirme a ver El capitán, busco la filmografía de Robert Schwentke. No me da buena espina. Plan de vuelo: desaparecida. R.I.P.D. Departamento de Policía Moral. Dos entregas de la saga de Divergente. Decido pasar de los prejuicios e ir a verla. Y me encuentro con la mejor película sobre el nazismo que he visto en una década.

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El capitán es un filme post-apocalíptico. En forma y en fondo. Blanco y negro riguroso y bellísimo, una banda sonora atronadora y terrorífica que remite al anacronismo de la irrupción de la modernidad, escenarios desolados donde los humanos han quedado reducidos a la bestialidad y unos personajes que dan maldito miedo. Todos. Hasta el más a priori razonable.

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Un desertor del ejército nazi encuentra un uniforme de alto mando y se hace pasar por eso mismo. Corren los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, y los alemanes queman posiciones con urgencia: constantemente llegan noticias que les anuncian que han perdido la contienda, que los aliados los tienen cada vez más cercados. Robert Schwentke retrata la locura de estos momentos en los que todo está perdido, en los que la moral desaparece, en los que la autoridad no importa y en los que el puro surrealismo entra en la Historia. Porque “El capitán” es una película también histórica: da fe de que cosas como ésta ocurrieron.

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Dos horas agarrado a la butaca. Dos horas de sufrimiento, de tensión, de sorpresa tras sorpresa. ¿Creían que todo estaba inventado en el género nazi? Estaban equivocados. Yo también. Esta película es un estudio certero, cruel, sin paliativos, de las mecánicas demenciales del poder y del liderazgo, del fanatismo, del borreguismo y de la mentira en tiempos de guerra y de convulsiones sociales. El director lo capta todo con su onirismo delirante, con sus metáforas visuales que dan en el clavo, con sus planos alucinógenos. No importa nada, ni el bien, ni el mal, ni siquiera la misma guerra. Humor negro a raudales, pero del que no tiene en realidad ninguna gracia. No se pierdan El capitán. Les sobrecogerá y les agarrará, y no les soltará. Y por cierto, premio ya para Max Hubacher, el actor principal: les asesinará con la mirada.

 

José Torres Criado

Escritor. Lector omnívoro. Viajero de las viñetas. Melómano indisciplinado. Autor de la novela corta ‘Imagen corporativa’, publicada por Ediciones El Transbordador.

Devuélveme a mi Predator que me lo has «robao»

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Las sagas no empiezan a morir exactamente, pienso, cuando la entrega nueva de turno es mala, sino cuando se cambia su esencia. De una entrega mala se puede recuperar una continuidad, pero de una esencia perdida cuesta más. No sé en qué estaban pensando a la hora de escribir esta cuarta Predator. En serio que no. Porque se han sacado de la manga, sin venir a cuento, una suerte de comedia de aventuras, como hicieron hace pocos años con esa quinta Terminator que tampoco tenía sentido ninguno. Predator es violenta, bastante violenta, y fin. Salvo ese gore sucio y bestia, no conserva nada de sus anteriores tres entregas. Que ojo, Depredador II (para mi una gran infravalorada) y Predators (que me parece digna en general) podrán gustar o disgustar, pero no faltan a la esencia de la saga. Shane Black, un director con habitual gusto por la comedia, no me parece el más indicado para esta película. Tiene sus cosas mejores (Dos buenos tipos) y peores (Iron Man III), pero no se calza bien en una franquicia que ha destacado por ser brutal, sangrienta, sin concesiones y muy oscura.

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Los protagonistas de Predator dan vergüenza: un grupo de mercenarios de pacotilla que no paran de hacer chascarrillos, una doctora-Ramba de la que no sabemos nada pero que está ahí y es invencible y un niño superdotado que se las sabe todas. Todos ellos se cepillan porque sí a marines expertos y a alienígenas mortales y se quedan tan panchos y tienen tiempo para hacer un maldito chiste sin puta gracia en cada maldita escena. Terrible: esto no es Predator, definitivamente no.

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La trama, por si fuera poco, es desastrosa. Todo ocurre de forma forzada, los depredadores se relacionan entre ellos y con los humanos con acciones absurdas, todos los personajes hacen tonterías, los villanos no tienen relieve y hay escenas de acción muy ridículas con muertes estúpidas que dan bastante pena. Mención especial merece ese perro alienígena que directamente lo que da es penita (en serio, es que es lamentable lo que hacen con la cultura de los cazadores del espacio, es denigrante). Y luego queda ese desenlace que produce migraña, que es para echarle de comer aparte y que promete, si la cosa tiene éxito, más películas enlazadas con esta nueva línea argumental de este universo. Este no es mi Predator. No. Me lo han “robao”.

 

José Torres Criado

Escritor. Lector omnívoro. Viajero de las viñetas. Melómano indisciplinado. Autor de la novela corta ‘Imagen corporativa’, publicada por Ediciones El Transbordador.